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Experiencia italiana:la homofobia entre el silencio legislativo y el papel supletorio de los jueces

  • Foto del escritor: AMP Victoria Kent
    AMP Victoria Kent
  • 7 may 2018
  • 10 Min. de lectura

Luca Giacomelli, doctor en Derecho e investigador en Derecho Constitucional y Comparado en la Universidad de Milán-Bicocca (Italia) Fuente:https://www.ugr.es/~redce/REDCE26/articulos/04_SALAZAR_GIACOMELLI.htm#tres






En los últimos treinta años todos los países democráticos avanzados han ido aprobando leyes para proteger a las personas LGTBI, a sus uniones y sus familias. La experiencia española es un referente en esta materia y muestra una tendencia que se ha ido extendiendo y consolidando no solo en Europa sino también en otras partes del planeta. Italia es, sin embargo, una excepción. La comunidad LGTBI italiana está abandonada en un limbo, en un estado de incertidumbre jurídica en lo que respecta al pleno reconocimiento de su dignidad. Lo ha subrayado recientemente el TEDH, en el caso Oliari y otros c. Italia, al interpretar la ausencia de una disciplina jurídica que asegure protección a las relaciones estables de convivencia entre las personas del mismo sexo como una lesión inaceptable de un derecho fundamental. Se trata de una violación de derechos individuales que hace de Italia la única democracia occidental en la que todavía no se han traducido en normas jurídicas las exigencias de la vida cotidiana de las parejas del mismo sexo.



Se pueden señalar varias razones de esta excepcionalidad italiana: la absoluta incompetencia de buena parte de la clase política, pero también la tendencia de esta última de trasladar cuestiones relativas a los derechos civiles a la esfera de la moral, con el fin de sustraerlas del juego democrático. A ello habría que sumar la congénita pereza del legislador, que hace que en la práctica las iniciativas se prolonguen excesivamente en el tiempo y acaben decayendo. Esta situación se produce además en un contexto de profunda crisis de representatividad de las instituciones italianas. En los últimos cinco años una serie de pronunciamientos de la Corte constitucional y de la Corte Suprema de Casación han puesto en evidencia la inactividad del legislador, reconociendo expresamente la dignidad constitucional de las uniones homosexuales en cuanto “formaciones sociales” en el sentido del art. 2 de la Constitución italiana y demandando al Parlamento una disciplina sobre la materia. Estos llamamientos reiterados, a los que el TEDH se refiere a través de un interesante diálogo vertical entre Cortes, han caído sin embargo en el vacío.


Al contrario, han sido objeto de un verdadero boicot parlamentario.

Frente a este panorama no es excesivo hablar de homofobia institucional, desde el momento en que de manera sistemática se ignoran las exigencias de tutela de un determinado grupo de ciudadanos y se reenvían a un futuro incierto la aprobación de las leyes necesarias para la garantía de sus derechos fundamentales. No existe protección de las parejas del mismo sexo, no existen leyes que protejan adecuadamente a las personas LGTBI, existen pocas normas sobre la tutela de los trabajadores, falta el desarrollo de una política nacional contra la discriminación y que favorezca una cultura de la diversidad. El Parlamento, interpelado varias veces por los tribunales nacionales y las instituciones europeas, todavía no se ha pronunciado al respecto. De esta manera, comprobamos cómo la homofobia institucional se manifiesta de manera singular a través de la omisión legislativa y de las reticencias parlamentarias a convertir en derecho las exigencias de una parte de la ciudadanía. En consecuencia, el colectivo LGTBI sufre en Italia una doble forma de homofobia, la que continúa estando presente en la sociedad y la que deriva del silencio parlamentario, el cual contribuye a alimentar un clima de criminalización, estigmatización y exclusión social.



Frente a las reticencias del legislador italiano, la tutela de la orientación sexual y la identidad de género se ha llevado a cabo a través de los órganos judiciales que en muchas ocasiones han tenido que colmar los vacíos normativos. La contribución de la jurisprudencia europea ha sido fundamental no solo para los contenidos sustanciales de los pronunciamientos sino también para el cambio de la conciencia social y para la emergencia de una mayor sensibilidad en la opinión pública hacia la condición de las personas LGTBI. Sin embargo, el reconocimiento de derechos por medio de la jurisprudencia, en un ordenamiento de «civil law» como el italiano, solo puede avanzar mediante pequeños pasos y no necesariamente de manera lineal. Se trata, en última instancia, de deconstruir el paradigma heterosexual que domina el derecho y la producción normativa. El hecho de que este proceso de deconstrucción se esté llevando a cabo por los jueces (y no, como sería oportuno, por el legislador) provoca en la práctica una mayor conflictividad y genera la presencia de elementos ambiguos y contradictorios. Este tímido avance hacia la plena paridad de derechos es frustrante e insatisfactorio para las personas homosexuales pero también ha hecho posible conquistas que no se habrían conseguido mediante reformas legislativas. A ello ha contribuido la progresiva intensificación de los canales de interacción entre los diversos ordenamientos y entre los jueces de las Tribunales supremos nacionales y extranjeros, un diálogo inducido por la exigencia de ejecutar los principios y las normas de Derecho internacional o supranacional pero también por la ósmosis entre culturas jurídicas cuya vocación transfronteriza y multicultural se ha ido haciendo cada vez más evidente.



Estos procesos de tutela de los derechos fundamentales inciden en uno de los temas más debatidos del constitucionalismo contemporáneo: el papel de los jueces en el proceso democrático. De hecho, el papel de suplencia que los jueces están desempeñando frente a las demandas de reconocimiento de las parejas homosexuales nos remite a la relación entre democracia y derechos. De una parte, se plantea si la mayoría puede privar a un grupo de ciudadanos de algunos derechos fundamentales en virtud del odio o del disgusto moral que provoca un determinado colectivo; de otra, si el activismo judicial, sin una legitimación democrática directa, conlleva el riesgo de una «judicial supremacy» que ponga en peligro el equilibrio institucional. En este sentido es paradigmático que uno de los pasajes centrales, y más significativos, de Obergefell v. Hodges, la sentencia del Tribunal Supremo americano de 2015 que reconoció el derecho constitucional de las personas gays y lesbianas, se refiera al papel de los jueces frente a un legislador inactivo: “Los individuos no pueden esperar la acción del legislador para que les sea reconocido un derecho fundamental. Los tribunales están abiertos para los sujetos lesionados que se acerquen a ellos para reivindicar la protección de nuestra Carta fundamental (…) La idea de la Constitución es la de sustraer ciertos temas a las vicisitudes de la lucha política y de situarlos más allá de las mayorías y de los funcionarios públicos, estableciendo principios jurídicos que deben ser aplicados por los tribunales”.





Algunas consideraciones sobre el reciente proyecto de ley contra la homofobia y la transfobia.


En Italia ha habido varios intentos de aprobar una ley contra la homofobia y la transfobia. De hecho, en el último decenio ha sido uno de los temas más debatidos en el Parlamento. Sin embargo, hasta ahora las palabras no se han traducido en una ley que haya incorporado la orientación sexual y la identidad de género entre los delitos de odio. La denominada Ley Reale-Mancino (ley nº 654/1975, modificada por el Decreto ley nº 122/1993) se limita a castigar los delitos y los discursos de odio fundados sobre características personales como la raza, la nacionalidad, el origen étnico y la religión. Un primer intento para introducir la orientación sexual y la identidad de género se produjo en 2008, cuando fueron presentadas dos propuestas en la Cámara de Diputados que finalmente se redujeron a una sola que se limitaba a extender la agravante específica en el Código Penal sin modificar la planta de la ley. La propuesta, ya reducida al mínimo, fue bloqueada como consecuencia de una moción sobre su legitimidad constitucional a la luz de los principios de taxatividad y razonabilidad de las normas penales. Entre otras cosas, en la cuestión prejudicial se sostenía la indeterminación del término orientación sexual, lo cual conllevaba el riesgo de poder referirlo a “cualquier orientación, comprendidos el incesto, la pedofilia, la zoofilia, el sadismo, la necrofilia, el masoquismo, etc.”.



Un segundo intento se produjo en 2011 cuando se presentó un proyecto de ley dirigido a extender la circunstancia agravante a una serie más amplia de factores, tales como el sexo, la edad, la discapacidad, la homosexualidad o la transexualidad. La propuesta fue de nuevo objeto de una cuestión prejudicial de constitucionalidad, esta vez basada en una formalista y abstracta visión del principio de igualdad. En la cuestión se argumentó que tutelar la homosexualidad sin prever una tutela para la heterosexualidad determinaría una discriminación a la inversa, incompatible con el art. 3 de la Constitución. La argumentación, además de inconsistente, encierra una lectura errónea del principio de igualdad que no tiene en cuenta su aspecto sustancial que obliga a valorar el contexto social e individual, con el fin de intervenir, incluso de manera diferenciada, allí donde esté justificado por la necesidad de remover los obstáculos que impiden la igualdad real. Además no tiene en cuenta la diversa naturaleza del delito y de su impacto sobre el grupo social de referencia: en el caso de la agresión homófoba no es solo lesionada la víctima sino también la entera comunidad de pertenencia.

El último intento, cuya conclusión es todavía incierta, se produjo en 2013. En la Cámara de los Diputados se presentó un nuevo proyecto de ley titulado «Dispozioni in materia di contrasto dell`omofobia e della transfobia». La reforma pretende introducir las discriminaciones fundadas en la homofobia y la transfobia junto a las de matriz racista, étnica, nacional y religiosa. Junto a la previsión de delitos específicos, se prevé también la previsión de dichas circunstancias como agravantes en todos los delitos.

El último avance en este devenir jurídico se produjo con la reforma que en 2006 se llevó a cabo del art. 3 de la Ley 654/1975, mediante la que se sustituyó “quién difunde de cualquier manera” por “quién propaga ideas fundadas sobre la superioridad o el odio racial o étnico”, y quién “incita” por quién “instiga a cometer o comete actos de discriminación por motivos raciales, étnicos, nacionales o religiosos”. La introducción de estas precisiones terminológicas no ha resuelto las dificultades interpretativas y aplicativas de estos tipos penales, reforzándose de alguna manera la idea de su intrínseca indeterminación ya que se mantiene la dificultad de distinguir en la práctica entre “la difusión de cualquier manera” y la “propaganda”, o entre “incitar” e “instigar”. Pero no solo: las mismas nociones de “odio” y “discriminación” plantean dificultades definitorias que impiden individualizar con absoluta certeza las conductas inadmisibles. La Corte de Casación ha afirmado, por ejemplo, que cuando se habla de “sentimiento de aversión o de discriminación fundado sobre la raza, el origen étnico o el color” se está hablando de “un sentimiento inmediatamente imperceptible como connatural a la exclusión de condiciones de paridad”. En la jurisprudencia del TEDH, la discriminación es descrita de modo muy amplio y genérico: consiste en “tratar de modo diferente, salvo justificación objetiva y razonable, a personas que se encuentran en situaciones comparables”.



El fundamento de la noción aportada por el Tribunal de Estrasburgo está constituido por el art. 14 CEDH, el cual afirma que el goce de los derechos y las libertades reconocidas en la Convención debe ser asegurado sin ningún tipo de discriminación, en particular de aquellas basadas en el sexo, la raza, el color, la lengua, la religión, las opiniones políticas o aquellas de cualquier otro tipo, el origen nacional o social, la pertenencia a una minoría nacional, la riqueza, el nacimiento o cualquier otra condición. Esto ha permitido ampliar la noción de discriminación a otros grupos o colectivos en función de otras condiciones o circunstancias – el sentimiento religioso, el género, la orientación sexual, la identidad de género, la discapacidad -, gracias a una progresiva toma de conciencia de la diversidad de conductas que pueden suponer un trato discriminatorio. En todos estos casos, la conducta discriminatoria está conectada con la estigmatización de un determinado grupo a partir de un determinado factor o circunstancia considerado como negativa.

Otro perfil problemático de las tipos penales que sancionan los delitos de odio y discriminación y, más en concreto, de los denominados delitos de opinión, es la exacta singularización del bien jurídico protegido. Parece evidente que, según la doctrina y la jurisprudencia mayoritarias, el bien jurídico protegido es la dignidad humana. Este constituye sin duda uno de los nudos centrales del debate sobre este tipo de delitos. Si llevásemos a sus últimas consecuencias la libre manifestación del pensamiento, se abriría inevitablemente la puerta a abusos de la misma, de manera que podrían lesionarse otros derechos o principios. Por otra parte, el extremo sacrificio de la libertad de expresión podría entrar en conflicto con los principios esenciales de un ordenamiento democrático, conllevando el riesgo de imponer una moral estatal no necesariamente pluralista. El punto de equilibrio entre libertad de expresión y delitos de odio no ha de ser necesariamente el concretado en los Estados Unidos, donde se prima la «freedom of speech». El TEDH, por ejemplo, tiene una posición menos restrictiva y consiente que los Estados puedan limitar la libertad de expresión cuando sea necesario para tutelar otros derechos fundamentales.



En este armazón jurídico y en este clima de desconfianza se sitúan las propuestas de leyes para luchar contra la homofobia y la transfobia. La última, actualmente a la espera de ser discutida en el Senado, plantea la sanción de: a) la incitación a cometer y la comisión de actos de discriminación fundados sobre la homofobia o sobre la transfobia; b) la incitación a cometer o la comisión de actos de violencia por motivos fundados en la homofobia o transfobia; c) la participación en grupos u organizaciones que tengan entre sus fines incitar a la discriminación o a la violencia por motivos fundados en la homofobia o la transfobia.

Uno de los aspectos más debatidos de esta propuesta ha sido la incorporación de algunas enmiendas que, según buena parte de la doctrina, alterarían el sentido mismo de la ley. De hecho, el texto prevé lo siguiente: “en el sentido de la presente ley no constituyen discriminación, ni incitación a la discriminación, la libre expresión y manifestación de convicciones u opiniones que sean expresión del pluralismo de las ideas siempre que no inciten al odio o la violencia; ni las conductas conforme al derecho vigente o bien realizadas en el interior de organizaciones que desarrollen actividades de naturaleza política, sindical, cultural, sanitaria, de educación o bien de religión o de culto, relativas a la actuación de los principios y los valores de relevancia constitucional que caracterizan a tales organizaciones”.

De entrada, la misma redacción de la enmienda es ambigua. Por otra parte, se refiere solo a aquellos casos en que las conductas discriminatorias o la manifestación de opiniones deben ser castigadas como delito en el sentido de la llamada Ley Reale (art. 3.a). Por lo tanto, la incitación al odio o a la violencia permanece intacta tanto cuando se produzca dentro como fuera de las organizaciones. También la circunstancia agravante permanece intacta. Entre tales organizaciones, por otra parte, no se incluyen ni las empresas ni los entes públicos. Finalmente, debemos subrayar el hecho de que cualquier delito motivado por homofobia o transfobia sería perseguible también de oficio y no solo a instancia de parte.



Más allá del debate sobre las mayores o menores bondades de la reforma, es importante subrayar que la relevancia de esta disciplina no puede ser subvalorada ni desde el punto de vista jurídico ni desde el social o meramente simbólico. Por encima de todo se trataría de la primera gran reforma a nivel nacional que reconocería expresamente la existencia y la dignidad de las personas homosexuales y transexuales y que supone una toma de posición por parte del Estado y de las instituciones en tal sentido. Por lo tanto, más allá de comportar una mayor activación de las fuerzas del orden y un mayor empeño de los magistrados en la protección de la comunidad LGTBI, contribuiría también a difundir un sentimiento de legalidad y de inclusión a nivel social. Sin embargo, el legislador italiano, una vez más, parece dispuesto perder una ocasión para superar la distancia que lo separa de otros países en esta materia. El proyecto continúa a la espera de ser debatido en el Senado y corre el riesgo de ser finalmente insuficiente de acuerdo con las exigencias que se han reiterado desde la Unión Europea.

 
 
 

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